Artículo de: GABRIEL DE MORA
Un día se contará la historia de los últimos días de aquel
pequeño sátrapa que gobernó junto con sus ministros una de las muchas taifas
asignadas; y que, con su gran visir y al cargo de sus siete soldados, hacía y
deshacía según sus elevados designios.
Dicen que
antes recorrió todas las instancias a las que las jóvenes generaciones podían
aspirar en aquellos tiempos; desde la santísima universidad a la más alta
representación en el partido gubernamental, pasando por el sacro templo
provincial, aprendizaje impresdincible para los sátrapas aventajados. Sus
máximas eran claras y sencillas, y hasta alineadas con las directrices partidarias:
Al pobretón. Háganse cargo las hermanas de la caridad.
Al recomendado. Díctese un decreto de compra por la suma
correspondiente.
A la que bien folla. Ordénese la contratación y su
integración en el harén.
A los que pagan. Privatícese el servicio solicitado.
A los que no pagan. Retírensele licencias y contratos.
Al sin techo. Deténgasele una y otra vez, hasta que se
autodestierre.
Al que protesta. Aplíquesele la ordenanza de infracciones y
sanciones.
Al que disiente. Escúchenle sus conversaciones.
Los
indiscutidas máximas del pequeño sátiro, sin embargo, acabaron llevándolo a la
perdición; tanto pago al portador y los excesivos abusos de las sagradas
escrituras decían algunos. Lo cierto es que muchos habitantes creyeron ser
personas, el miedo dejó de ser libre y la indignación general se hizo opción
electoral, el derecho a derrocar tiranos todavía se mantenía en algunas de las
viejas leyes del reino.
Sólo
el miedo de los callados y allegados cortaba el aire los días previos a la
caída, pues se barruntaba la escabechina, todo sale en la lavada. La ilusión
hizo el resto; y ni siquiera la vieja gaceta regional pudo ocultar el aire
nuevo que se respiraba en la ciudad; y es que el pequeño sátrapa olvidó aquella
máxima de nuestro ilustre sátiro por excelencia: aquel hombre que pierde la
honra por el negocio, pierde el negocio y la honra.