Mi hermosa Plaza Mayor

LUIS FROUFE CARLOS | Hijo y hermano de represaliados

A los nueve años mi mundo lo conformaba el “Barrio del Matadero”  situado en la ribera izquierda del Tormes, y los campos aledaños. La ciudad, un simple reflejo en las aguas del río, era tierra ignota, sobre todo de noche, cuando cesaban nuestros juegos y nos recluíamos en casa.

Fue con motivo de las fiestas de fin de año del 1935 que mi hermano Jesús, familiarmente Chus, me llevó, para mí asombro, DE NOCHE, a la ciudad y descubrí la Plaza Mayor con su iluminación nocturna, y aquella “máquina de tren” en la que se asaban patatas y castañas; y por primera vez saboree aquella delicia humeante y ardiente de la que no se dejaba sin saborear ni la piel chamuscada. Un hecho que en la blanda arcilla de mi cerebro infantil grabaría profunda la impronta de mi recuerdo.


Desde entonces “mi monumental, mi querida, mi admirada, mi hermosa y sorprendente Plaza Mayor”,  con aquel entrañable aire provinciano: su templete de música, sus jardines, sus niños jugando en la tierra; ellas paseándola en redondo y en doble círculo en el sentido de las agujas del reloj y ellos en sentido contrario, encontrándose dos veces en cada vuelta, dando y recibiendo piropos.

Mi enamorada Plaza Mayor con su cine Coliseum, su Pasaje de la Caja de Ahorros, la cartilla a mi nombre y aquella hucha metálica que en la ranura por la que se metían las monedas tenía una lengüeta que no las dejaba sacar –había que llevarla a la Caja y la abrían con llave-,  y su Biblioteca de la que teníamos derecho a llevarnos libros a casa para leerlos; esa querida plaza donde por primera vez aprendí el nombre de un arquitecto, “el barroco Churriguera”.
Pero un mal día de julio de 1936 unos perjuros a la República dieron orden de ametrallar a la ciudadanía congregada en la plaza y regaron de sangre su recinto: cinco muertos y numerosos heridos. Cierto es que no presencié tan sangriento acontecimiento pero si vi la camisa y el pantalón de mi hermano Agustín manchados de sangre  que, después de atender a los heridos, volvió a casa a cambiarse de ropa y regresar a la ciudad. Sí, fue en mi querida y violentada Plaza Mayor donde dio  comienzo, en Salamanca, la brutal represión que regó de sangre tantas cunetas y montes del país; se cumplía la orden del general Mola de aterrorizar a la población, ¿cómo?, ¡matando! Y………. y Badajoz fue masacrada.

Aún en plena guerra civil, -consecuencia del fracaso de la sublevación militar-, año 1937, el impaciente ego del dictador hace esculpir su imagen, con ocasión de una visita a la ciudad, en uno de los medallones  de la iconografía original inconclusa reservados según la balaustrada a los grandes reyes, grandes capitanes, célebres sabios de ciencias y letras y grandes santos, e inaugura la de los GRANDES DICTADORES, dejando constancia de su desprecio por sus primeras víctimas en la mismísima plaza; para que quedase  constancia de la  humillación que tendríamos que  soportar cuantos fuimos vencidos y represaliados por la presencia de esa maldecida efigie del dictador en el mismísimo corazón de la ciudad, en el más emblemático de sus monumentos. ¡Oh herida Noble Plaza Mayor! ¡Tu afrenta se ha prolongado durante ochenta interminables años!

Debió de ser por los años cincuenta cuando el dictador visita una vez más la ciudad y convierten el recinto de la plaza en patio de cuartel. Los entendidos tienen la palabra en cuanto a si el edificio ganó en monumentalidad;  lo cierto es que se hizo para llenar la plaza de fervientes admiradores sin que quedase un resquicio sin cubrir; lo cierto es que el recinto de “mi querida Plaza Mayor”  fue convertido en patio de cuartel al mismo tiempo que perdía “su entrañable aire provinciano”. Ya no hubo paseos en redondo; ya no hubo música en su desaparecido templete; ya no hubo jardines ni juego de niños. Y el medallón seguía agresivo y desafiante.
Pero no es menos cierto que la brutalidad de la dictadura no ha podido derrotar mis agradables recuerdos de y en la barroca y churrigueresca Plaza Mayor de Salamanca. Brutalidad y  crueldad que alimentó nuestro espíritu de resistencia.
Doy las gracias a cuantos de una manera incansable habéis peleado por la retirada del maldito medallón hasta conseguirlo.